sábado, 10 de septiembre de 2011
LAZARO VERSUS LAZARO
LAZARO VERSUS LAZARO
El sol de la mediatarde prolongaba las sombras, haciéndolas puntiagudas e irreales. Del grupo se adelantó un hombre hasta la boca sellada del sepulcro. Su voz, enérgica y sublime, atronó en la profundidad de la fosa.
-¡Lázaro, sal fuera!
El cadáver se estremeció ligeramente. La piel yerta del rostro se agrietó como un cuenco de cerámica. Los gusanos enquistados en los globos oculares removieron perezosamente sus anillos. Las moscas abandonaron momentáneamente su labor de succión en las fosas nasales.
El estremecimiento puso en tensión la columna vertebral del muerto, espantando las ratas que se abrían paso hacia sus vísceras. De la boca entreabierta escapó una escalopendra gruesa como un sapo. La lengua del difunto -negra y descarnada- se humedeció súbitamente. Su extremo puntiagudo asomó al exterior, mientras el primer aliento del resucitado elevaba penosamente la costra de las costillas -una plasta del tono de los excrementos resecos al sol.
-¡Lázaro, levántate y anda!
Animados por una agitación enfermiza, los músculos del cadáver tensaron la tela del sudario, que se rasgó en mil pedazos. La sangre bombeó el corazón de un golpe seco y las venas licuaron el riego podrido, arrojando al cerebro unas señales intermitentes, dolorosas, suficientes sin embargo para que Lázaro comprendiera...
Movió una mano, que, tras un esfuerzo desproporcionado al fin perseguido, llevó hasta los labios, apartando de ellos la seda venenosa de un escorpión hembra, en plena tarea de desove. Movió luego la otra, que arrastró hasta el bulto de su vientre, cuyo volumen encontró exageradamente amplio, inflado como una vejiga de puerco.
El giro de la cabeza hizo que rechinaran las vértebras cervicales astilladas como cuchillos. El aguamarina del cristalino se aclaró levemente, descubriendo en la entrada al cenotafio un punto de luz. El fuego de esta breve intensidad puso en hervor el cebo apelmazado de las mucosas.
Tenía la impresión de haber crecido irregularmente, en tanto no estaba muy seguro de ser él quien así sentía. La imagen súbita de su recuerdo postrero en el lecho de muerte erizó sus cabellos, abundantes y enmarañados. Un vómito de alimentos putrefactos y retenidos en el estómago durante aquellos días muerto, pugnaba por abrirse camino en el estómago aplastado.
La picadura atroz del ano le hizo olvidar de momento de otras sensaciones. Hurgó entre las piernas y asió el látigo viscoso de una cría de serpiente, cuya cabeza tenía en aquella oquedad un refugio seguro, además de una fuente de alimentación constante. El roce casi involuntario de sus partes genitales recordó de improviso a Lázaro su condición, su estado, sus afanes e inquietudes humanas... devolviéndolo a la consciencia de lo ocurrido con una virulencia insoportable.
Reanimados por el dolor de la memoria, los lacrimales de sus ojos liberaron unas gotas ácidas de orín, que sirvieron para arrastrar el polvo cadavérico adherido a sus mejillas.
-¡Lázaro, te lo ordeno, sal fuera!
Haciendo un esfuerzo ímprobo, Lázaro logró arquear la espalda, girar sobre su postura yacente e hincar las rodillas en el suelo.
Un enjambre de cucarachas abandonó los huecos en descomposición de sus sobacos. La mirada turbia del resucitado se posó con asco indecible en la alfombra de lombrices sobre la que había descansado. Surgida al amparo umbroso de las heces que su intestino dejara escapar, una comunidad de orugas había practicado una complicada ruta de aprovisionamiento, que iba desde su ombligo hasta una galería subterránea cuya entrada estaba a su costado izquierdo.
El techo de la tumba, por otra parte, filtraba un leve río de agua putrefacta, que había estado derramándose gota a gota sobre su garganta. Las manos de Lázaro encontraron una espesa bufanda de musgo alrededor del cuello, cuyo hedor y podredumbre habían hecho nacer en la piel unos diminutos hongos y setas pastosas.
Pasados los primeros instantes de incredulidad y espanto, Lázaro -puesto a cuatro patas en el interior maloliente de la fosa- se movió en dirección a la voz que le reclamaba, tratando de agilizar las articulaciones de los huesos y ello con la incomodidad del vientre hinchado, que arrastraba por el suelo en el penoso vaivén del cuerpo.
Todo su cuerpo iba recobrando la elasticidad perdida, menos los ojos, nublados por la carcoma feroz de los gusanos instalados en las órbitas.
-¡Lázaro, Lázaro, levántate y anda!
-¡Vamos, sal fuera!
Hasta sus oídos medio petrificados llegaban, amplificadas, las voces familiares de sus amigos y parientes. Pero él se sentía muy lejos, perdido en la nebulosa del cieno. Abrió la boca para contestar a los requerimientos de que era objeto, y la sensación de haberse tragado la lengua le hizo dudar de poder responder a quienes le reclamaban de nuevo a la vida.
Medio ciego, podrido en parte, espantado de sí mismo por el recuerdo de su propia muerte, y asqueado por la repulsiva presencia física que debería mostrar, Lázaro luchaba entre abandonarse definitivamente en su tumba y suplicar a su bienhechor que reconsiderara la necesidad de aquel milagro, toda vez que su existencia pertenecía más al reino de los muertos que al mundo de los mortales.
Oyó, sin embargo, la orden, tajante e irrevocable, y no supo negarse a obedecer a quien de tal modo interrumpía la corrupción de sus restos.
El grito de horror que saludó su presencia estuvo a punto de devolverlo al oscuro pudridero. Advirtió que sus parientes y amigos se alejaban, y buscó a tientas al responsable de su resurrección.
-¿Eres tú, el que dice que me ama?
La carroña de sus brazos se había enroscado al cuello del autor del milagro, que miraba aún a lo alto, extraviado en la impenetrable y silenciosa distancia del más allá. Sin embargo, él puso los labios en la piel putrefacta de las mejillas de Lázaro, enjugó con su saliva los ojos mustios del resucitado y acarició las manos avinagradas del amigo.
Lázaro recobró la luz y lo primero que vio fue a Jonasán el leproso, que huía de su presencia sin volver el rostro...
Solo ante la puerta allanada de la tumba que le sirviera de morada en aquel tiempo, dejó vagar la mirada por el páramo del cementerio. Sus parientes y amigos corrían como endemoniados, tal vez con objeto de dar a conocer la buena nueva de su resurrección.
La soledad que le rodeaba estaba sin embargo preñada de indelebles presagios, invisibles repugnancias que ninguna tregua sería capaz de subsanar.
Había pasado el tiempo. Su esposa, sumisa en principio, vivía aterrorizada ante el simple gesto de su contacto. Vencida por el miedo, consentía el hediondo calor de su cuerpo, incapaz de excitarse como antes. Sus relaciones eran las del verdugo y su víctima.
Una madrugada sintió Lázaro que su esposa se escurría del lecho, y nunca más volvió a saber de ella.
Sus hijos, obedientes y respetuosos, no pudieron sin embargo superar el asco de su presencia en la mesa, bajo el mismo techo. El primogénito se hundió la punta del arado en el vientre, y el segundo se ahorcó una noche en la viga maestra de la casa.
Solamente Sarah -prima hermana de Lázaro que hacía las veces de sirvienta- pareció asimilar la cruel tragedia del resucitado y a él entregó su vida.
Sordomuda y taciturna, Sarah hizo de la tarea de sanar a Lázaro un mandamiento. A partir de entonces nadie volvió a ver al resucitado, que bajo la estrecha vigilancia de su prima -experta conocedora de hierbas y pócimas medicinales- se recuperaba poco a poco de tan horripilante experiencia sufrida.
Algunas partes de aquel cuerpo medio podrido, sin embargo, no recobraron la vida, y todo el afán de Sarah se concentraba en evitar que la corrupción se extendiera.
Pero esto era inevitable.
En ocasiones, Lázaro padecía súbitos letargos, llegando al borde mismo de la muerte; un extraño sortilegio impedía sin embargo que este fin se consumara, como si no le estuviera permitido atravesar la frontera letal por completo. En tan dramática situación vivió Lázaro casi un año.
Cuantas veces se sucedían los trances agónicos, otras tantas se manifestaba la imposibilidad de que la muerte se adueñara definitivamente de aquel espectro infrahumano. Lázaro, desfigurado y débil como un feto, era ya incapaz de recobrar lo que en cada ocasión perdía en forma más espantosa.
Una noche, los ojos hundidos y secos del resucitado miraron de tal modo a su prima, que ella, asustada, salió huyendo de la casa.
Quienes vieron sus pies destrozados y contemplaron su veloz carrera por muchas aldeas, dijeron haber presenciado el paso de un demonio enloquecido. Y quienes tuvieron oportunidad de observar cómo se arrojó, sollozando, a las plantas de aquel que hiciera el milagro de la resurrección de Lázaro, dijeron luego haber visto la imagen del miedo y la desesperación.
-Ve, porque todo se ha consumado.
Oyó y comprendió Sarah la sordomuda las palabras de quién podía hacerse entender de ella, y emprendió el camino de vuelta, imaginando que así terminaba el sufrimiento de su primo.
La sombra pálida de la muerte se echaba mansamente sobre el cuerpo tránsido de Lázaro. Conocida su frialdad amarga, absorbió complacido la hiel de su presencia, y bebió hasta saciarse la herrumbre letal que destilaba su savia.
La corrupción seguía ahora su curso normal, más apresuradamente tal vez, y el hedor de la carne putrefacta lanzaba al aire efluvios con recobrada violencia. El sopor cadavérico ahogaba su respiración, en tanto las manos se petrificaban sobre el vientre, de nuevo abombado de amoníaco en descomposición.
Un temblor irregular puso en agitación todos sus huesos, que se descoyuntaron blandamente, sin fijación alguna.
Presintiendo que la muerte era finalmente irreversible, Lázaro se alzó mediante un esfuerzo supremo, encaminando sus pasos trémulos hacia el páramo del cementerio, hasta la boca oscura del sepulcro familiar meses atrás abandonado.
Nadie sabe cómo lo consiguió, pero Lázaro llegó al hueco mortal de su sepulcro, y en la misma oya la llegada parsimoniosa de la segunda muerte.
Aún tuvo tiempo, sin embargo, de sentir cómo un cuerpo extraño se ceñía a su cadáver, un sudario de carne y hueso. Su prima, Sarah, la sordomuda, quería impedir a toda costa que volviera a repetirse el desgraciado milagro.
A partir de entonces nadie podía resistir la tentación de llamar a Lázaro en la puerta de su tumba. Y como si el maldito sortilegio todavía perdurara en sus efectos, el cadáver se estremecía ligeramente, así como removían perezosamente sus anillos los gusanos enquistados en los globos oculares del muerto.
Fin.
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